Por primera vez, a lo
largo de la que había sido una vida victoriosa Jupei, el Gran General Mongol,
estaba desconcertado. La preocupación se había adueñado de él y podía sentir su
angustia en el agitado palpitar de la sangre que corría por sus ya vetustas
venas. Sabía perfectamente, pues así se lo habían enseñado en su férrea
educación, que un hombre debe siempre mantener la entereza, la frialdad en su
pensamiento y la suficiente tranquilidad en su espíritu para tomar una
decisión. Sabía también que el miedo y la desesperación no podían conducirle a
nada positivo. Pero el problema parecía demasiado grande para arrinconar a esas
fuerzas negativas que se esconden en la mente humana e impiden razonar
correctamente.
Era mucho lo que estaba
en juego, demasiado para que todo quedase en manos de un solo hombre. A dos
días de camino se encontraba el ejército enemigo, un ejercito numeroso y
sanguinario, dotado de esa ferocidad que las estepas del Gobi confieren a los
hombres que las habitan. Salir a su encuentro y luchar en proporción
desfavorable de 10 a
1 era una locura. Esperar al enemigo en el poblado, arriesgándose a ser
sitiados, y ver a los niños y las mujeres morir lentamente de hambre y sed, era
un suicidio. Estaban en juego muchas vidas, pero por encima de todo estaba en
juego el mismo clan. El clan había sufrido desde su existencia, había visto
morir los suyos a miles, había sido reducido a la miseria y obligado a vagar
por el desierto, pero a pesar de todo, el clan había sobrevivido siempre. Pero
ahora podía ser el final de estandarte de las siete colas de yack con el que se
simbolizaba el espíritu de un pueblo.
Finalmente, Jupei se
levantó de su trono de jade con incrustaciones de esmeraldas y mandó reunir a
todas sus fuerzas ante sí. En breve tenía formados ante él a un ejercito que
había vivido mil batallas pero que, tal vez ahora, se enfrentaba a la última.
El rostro de los guerreros representaba la misma preocupación que la de su
general, pero ninguno de ellos tenía que decidir. Finalmente, y tras pasar
revista a sus tropas para conocer la fuerza con que contaba, ordenó a las
mismas la ascensión al monte Or Xei para orar y buscar la paz interior dentro
del milenario templo budista que se alzaba en su cima. Tras dos horas de
caminar por pedregosos caminos, llegaron al templo donde fueron recibidos por
un monje de aspecto tan vetusto como los muros en que habitaba. Le bastó a este
una sola mirada a Jupei para comprender cual era la razón por la cual el que
había sido considerado el ejército mas poderoso de la tierra, estaba ahora en
ese reducto de paz. Se abrieron las puertas del templo y los soldados fueron
entrando de uno para orar, reconocer su mal y pedir mejor suerte en una próxima
reencarnación que empezaban a ver como cercana. Lentamente los guerreros fueron
saliendo del templo, más reconfortados y aceptando el papel que el cielo y el
destino les tuviera reservado.
Estaban ya todo
preparado para la partida cuando desde lo alto de la torre se escuchó la voz
del viejo monje: -escuchad- dijo con una voz clara y fuerte impensable a su
edad - vuestra vida no es vuestra ni vuestra muerte tampoco, todo es de un Ser
mucho mas fuerte que vosotros y vosotros lo sabéis, y por ello no teméis pues
la inquietud es solo debida a la ignorancia. Pues bien, ahora voy a mostraros
que os deparará el destino. En mi mano tengo una moneda de oro- dijo levantando
su brazo derecho y mostrando a todos un círculo de oro que lanzaba destellos
desde la torre- representa el disco sagrado de Or Xei. En una de sus caras está
gravado el rostro Santo del Iluminado, de Amida Buda, como símbolo de la
perfección del Cielo; en la otra está representada esta tierra dura e
inhóspita, símbolo de la imperfección del mundo. Ahora lanzaré al suelo desde
la torre esta moneda, si el rostro de Amida Buda mira hacia el sol, gozaréis de
su protección y venceréis; pero si su Santo Rostro besa el polvo de la tierra,
pronto en tierra os convertiréis vosotros.-
Tras decir estas
palabras arrojó la moneda y se retiró en silencio.
Jupei ordenó entonces a
su ejercito desfilar en hilera por el lugar en que había caído la moneda para
que todos pudiesen ver el resultado de lo que el destino les tenía reservado.
Los hombres pasaban en silencio frente al circulo de oro, parecía que aquello
era una comunicación personal entre el cielo y ellos, algo diferente al grupo
que formaban y por eso no se oían comentarios entre la tropa. Finalmente le
llegó el turno a Jupei, y al mirar la moneda parecía como si los ojos del Buda
fuera quienes estuvieran mirando a los suyos y no al contrario.
- Prepararlo todo
inmediatamente – ordenó con voz firme a sus lugartenientes – antes de mañana al
anochecer quiero cruzar el Huang Ho -
Una semana después, el ejército
de Jupei regresaba victorioso a su poblado: la fe en la victoria, su espíritu
de lucha, su afán guerrero, habían conseguido lo imposible. Todos parecían
felices, el clan estaba de nuevo a salvo, pero Jupei albergaba en su interior
una pregunta que precisaba respuesta. Así, una tarde al atardecer, subió de
nuevo al viejo monasterio.
El sol, ocultando su
rostro y tiñendo el entorno de tonos rojizos, contribuía a dar al lugar un
aspecto aún mas espiritual. Cuando ya casi había llegado al templo se detuvo a
mirar los alrededores que ahora veía de forma muy diferente a la última vez que
la angustia le impulsó a subir allí; contemplaba la estepa, su estepa, y todo
lo que ella representaba para él. En medio de estos pensamientos se dio cuenta
que había alguien a su espalda; era el viejo monje, que al igual que la última
vez había aparecido de forma casi mágica.
-¿Qué buscas? – preguntó
secamente el religioso aunque sabía de sobras la respuesta
- Respuestas – respondió
Jupei con tono casi tan firme como el de su interlocutor.
Pero el monje lejos de
turbarse por la dureza del tono empleado por el todopoderoso general, le miró
fijamente a los ojos. Transcurrieron unos minutos en silencio y finalmente, por
primera vez en su vida, fue Jupei quien desvió la mirada dirigiendo sus pupilas
hacia el suelo.
- Ruego me ayudéis en mi
inquietud – de nuevo sucedía algo extraordinario: El general rogaba a un simple
monje-
- ¿Existe el destino? ¿Puede
conocerse? – fueron las preguntas de un Jupei cabizbajo y de temblorosa voz.
- Ja- sonrió el monje
con un tono mucho mas compasivo – me pides respuestas a lo que ha buscado desde
siempre la humanidad. Y todo porque el „gran señor de la estepa“ es demasiado
poderoso para no saber si existe el destino y si yo puedo, por medio de una
moneda, conocerlo y manifestarlo. El monje dejó entonces que el silencio hablara
mientras miraba a un Jupei humilde y lejos de la gallardía de su estirpe, pero
es que la pregunta que se iba a responder parecía estar por encima de cualquier
poder terrenal.
Finalmente habló el
monje para decir:
-confórmate tan solo con
saber que la mayor fuerza del hombre no está en su espada, en su arco o en su
oro, sino en su pensamiento y en la fe en si mismo, en el amor a Buda y en su
plan de evolución para llegar a que todos seamos Iluminados. Y cuando logres
saber que un hombre es y acaba siendo lo que piensa, entenderás que el destino
está escrito..., pero lo escribes tú-
Y dicho esto extrajo de
su túnica naranja la misma moneda de oro que la otra vez, solo que ahora,
mostraba con total claridad el rostro de Buda por las dos caras.
NVA
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