La vida consiste en expresar y
desarrollar nuestra individualidad en el mayor grado posible y lograr la
autorrealización. Este proceso es para mí lo que llamo la “revolución humana”.
Existen muchas clases de
revoluciones: políticas, económicas, industriales, científicas, artísticas y de
otra índole. Pero, por mucho que cambien los factores externos, nunca se
logrará una verdadera transformación del mundo mientras el egoísmo y la apatía
sigan dominando a los seres humanos. Dijo John F. Kennedy en 1963: “Nuestros
problemas son causados por el hombre, por lo tanto, pueden ser resueltos por
él. Y el hombre puede ser tan grande como él quiera”.
El profundo cambio interior de
tan solo una persona es suficiente para poner en marcha el proceso de
fortalecer a la humanidad y de hacer surgir su sabiduría. Tengo la profunda
certeza de que esta “revolución humana” es la más fundamental y vital de todas
las revoluciones. Comprende un proceso de reforma interior, absolutamente
pacífico, y libre de derramamiento de sangre, en el que todos ganan, y no hay víctimas.
La vida es una lucha continua con nosotros
mismos, una intensa puja entre avanzar y retroceder, entre la felicidad y la
desdicha. Si bien vivimos en un estado
de cambio constante, el tema crucial es si cambiamos para bien o para mal, si
logramos expandir nuestra estrechez de miras y asumir una visión más amplia y
abarcadora, que trascienda nuestro proverbial egocentrismo.
Todos los días nos vemos
obligados a tomar un sinfín de decisiones. En tales circunstancias, tenemos que
elegir aquel camino que nos permita sentirnos bien con nosotros mismos y
convertirnos en mejores individuos, de espíritu más generoso. Si nos dejamos
gobernar por la fuerza del hábito, es decir, si reaccionamos de la manera en
que siempre lo hemos hecho ante una determinada situación, significa que hemos
elegido el camino del menor esfuerzo, y que nuestro crecimiento como personas
se estanca irremediablemente.
Pero si logramos desafiarnos
en lo más profundo de nuestro ser, ya no seremos como hojas al viento, a merced
del ambiente o de los demás, sino individuos fuertes, capaces de influenciar
positivamente nuestro entorno. En realidad, es mediante las infinitas elecciones
que hacemos cada día como vamos confiriéndole a nuestra vida su forma única.
La personalidad y el carácter
nunca llegan a florecer completamente sin un trabajo arduo. Creo que es un
error pensar que lo que somos actualmente es en realidad todo lo que podemos
llegar a ser. Si uno decide: “Soy una persona tranquila, de manera que viviré
mi vida sosegadamente”, nunca podrá desarrollar a fondo su potencial único. De
hecho, no es necesario cambiar el carácter para lograrlo; uno puede ser por
naturaleza una persona de pocas palabras que sea capaz de decir lo correcto en
el momento preciso, con verdadera convicción. De la misma forma, una
inclinación hacia la impaciencia podría transformarse, por ejemplo, en una
cualidad útil para lograr que las cosas se hagan rápida y eficientemente.
Pero nada es más difícil que
enfrentarse con uno mismo y transformar los aspectos negativos. Siempre resulta
tentador decidir: “Yo soy así y punto”. Esa clase de tendencia, si no se la
combate a tiempo, va cobrando fuerza con los años.
Estoy seguro de que vale la
pena esforzarse en ese sentido, pues nada produce una satisfacción más profunda
que lidiar exitosamente con las propias debilidades. Como manifestó el escritor
ruso León Tolstoi (1828-1910): “La felicidad suprema es encontrar que, al final
del año, uno es mejor persona de lo que era al comienzo”.
La revolución humana no es un
evento extraordinario, ni separado de nuestra vida diaria. A menudo comienza de
manera muy sencilla. Tomemos el ejemplo de un hombre que solo piensa en sí
mismo, su familia y sus amigos. De pronto un día, hace un pequeño movimiento
para romper su estrecho límite, y se acerca a ayudar a un vecino que sufre. Ese
es el comienzo de su revolución humana.
De hecho, no podemos emprender
un proceso así al margen de los demás. Solo mediante nuestra interacción con
otros seres humanos pulimos nuestra vida y crecemos como personas. En el Japón,
las papas taros (yautía), que crecen en las montañas, son
ásperas y sucias cuando se las recoge; pero al colocarlas en un cubo con agua
corriente y hacerlas rodar unas contra otras, van soltando esa piel áspera
hasta quedar relucientes y listas para la cocción. La única manera de
perfeccionar y pulir nuestro carácter es a través de la relación que
establecemos con nuestros congéneres.
Cuando realizamos acciones en
bien de los demás y cultivamos vínculos positivos con ellos, adquirimos un
mayor control sobre nosotros mismos y mejoramos en todo sentido. Pero ese
esfuerzo de contribuir a la felicidad de otros no implica que debamos
postergarnos en lo personal o dejar a un lado nuestra propia felicidad. La
dicha y el bienestar que vamos generando como individuos y los fuertes lazos
que forjamos unos con otros serán el origen, a su vez, de la dicha y el
bienestar de toda la humanidad.
Transformar nuestra existencia
en el nivel más fundamental es la clave para transformar a su vez la sociedad.
Una profunda reforma de nuestra visión interior produce grandes cambios en
nuestra vida, en otras personas y en toda la comunidad.
Creo firmemente que la gran
revolución humana de tan solo un individuo puede contribuir a lograr un cambio
en el destino de una nación y más aun, en el de toda la humanidad La vida del
Mahatma Gandhi (1869-1948) no hace sino confirmar este punto. De niño, él era
terriblemente tímido. Siempre lo asaltaba el temor de que la gente lo
ridiculizara. Aun después de obtener su título de abogado, seguía siendo una
persona retraída. Cuando, en ocasión de su primer desempeño en la corte de
justicia, se puso de pie para presentar los argumentos de apertura, su mente se
puso en blanco a causa de los nervios, y tuvo que abandonar la audiencia. Pero
un cambio fundamental ocurrió mientras se encontraba en Sudáfrica, donde los
residentes hindúes enfrentaban una severa discriminación. Gandhi viajaba en
tren, en primera clase, cuando se le ordenó retirarse al vagón de carga. Como
se negó a hacerlo, finalmente lo obligaron a bajar del tren. Permaneció
despierto toda la noche en la estación del lugar, debatiéndose entre la opción
de regresar a la India
o la de asumir la difícil tarea de luchar por los derechos humanos. Finalmente
comprendió que sería un acto de cobardía ceder ante sus temores e ignorar las
necesidades de quienes tenían que soportar la misma discriminación que él
sufría.
A partir de ese momento,
Gandhi confrontó de lleno su naturaleza tímida y la sometió a prueba, decidido
a vencer la injusticia. Su transformación interna fue la chispa que originó uno
de los avances más grandes del siglo XX: el movimiento para el cambio social
mediante la práctica de la no violencia.
Cada persona, sin excepción, posee un
enorme potencial que permanece en gran medida inexplorado. Mediante la ardua labor que significa
emprender la propia revolución humana, uno comienza a revelar ese potencial y a
establecer un yo independiente, indoblegable. Puede así manejar de manera
creativa cualquier situación que deba enfrentar en el transcurso de su
existencia. Ese proceso perpetuo nos permite a los seres humanos seguir
creciendo y desarrollándonos a lo largo de la vida e incluso más allá de la
vida. No hay estancamiento posible en nuestra travesía eterna de
autorrealización.
Autor:
Daisaku Ikeda publicado en 1998, en la revista de Filipinas Mirror.
NVA
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