Usamos y
abusamos del calificativo egoísta, en muchas ocasiones simplemente porque los
otros no se pliegan a nuestros deseos. Y es que esta actitud se caracteriza por
“mantener una relación exclusiva con uno mismo, preocupándose por las propias
necesidades, sin interesarse por las de los demás”, explica Pedro de Torres,
psicólogo clínico del Centro Vallejo-Nágera de Madrid.
Por su parte,
el pensador Bertrand
Russell, en su tratado La conquista de la felicidad, afirma que
“el interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad de progreso” y señala
a los políticos de éxito como las personas que más fácilmente pueden cambiar su
actitud de defensa de los intereses de la comunidad por los suyos propios o por
el afán de poder. Sin embargo, no hay que ser político para ser un auténtico
artista en la defensa del ego. “En determinadas circunstancias todos lo somos,
lo hemos sido o podemos llegar a serlo”, afirma la psiquiatra María Dueñas.
Esta actitud se
nota en personas con comportamientos muy variados. Por ejemplo, en aquéllas
que, en nombre del amor auténtico, buscan que su pareja se adapte a sus deseos.
También detrás de unos padres amantísimos que requieren de sus hijos grandes
dosis de atención e incluso en individuos con comportamientos generosos y
altruistas que, en realidad, lo único que pretenden es conseguir prestigio y
reconocimiento social. Tan egoísta puede ser el que no comparte con los
compañeros de trabajo una información útil para ascender como la persona que
siempre perturba los planes de sus amigos porque nunca da su brazo a torcer.
¿Pura biología?
En todo caso, existen distintas teorías
que intentan explicar el origen de este rasgo en el ser humano, desglosadas en
dos bloques:
Información genética. Los genetistas constatan que este defecto es tan viejo como el ser humano y que somos así por naturaleza. Richard Dawkins, profesor de Etología dela Universidad de Oxford
(Reino Unido), formuló en los años setenta la teoría del gen egoísta. Según
ésta, cualquier ser que haya evolucionado por selección natural posee esta
característica. En El gen egoísta justifica su existencia como un instinto de
supervivencia y de autoprotección: “nuestros genes han sobrevivido, en algunos
casos durante millones de años, en un mundo altamente competitivo. Una cualidad
predominante que podemos esperar que se encuentre en un gen próspero será el
egoísmo despiadado”. Por su parte, Pere Puigdo Menech, profesor de
investigación del Instituto de Biología Molecular de Barcelona, asegura que
“esta interpretación se basa en el hecho de que, en el fondo, los instintos
están determinados por los genes, que tienden a reproducirse para sobrevivir. A
partir de este impulso se podría explicar la evolución y el comportamiento de las
especies”.
Información genética. Los genetistas constatan que este defecto es tan viejo como el ser humano y que somos así por naturaleza. Richard Dawkins, profesor de Etología de
Conducta aprendida. Desde el punto de vista de la
psicología y la psiquiatría, este comportamiento también es el resultado de una
serie de variables emocionales y conductuales que se adquieren a lo largo de la
vida. Algo que apoya el propio Richard Dawkins al señalar que “aunque los genes
nos ordenen ser egoístas, no estamos obligados a obedecerles durante toda la
vida. Hay rasgos modificables”.
Para la
psiquiatra María Dueñas, éste “es un comportamiento aprendido o mimetizado
desde la infancia o la adolescencia a partir del entorno”. Según los
especialistas, es frecuente que una educación poco acertada en la infancia dé
lugar a adultos con grandes dosis de egoísmo. Así, como explica Pedro de
Torres, “si un niño ve censuradas constantemente sus muestras naturales de
vivacidad y no se siente apoyado en sus sentimientos, llegará a la lógica
conclusión de que todo cuanto desee ha de conseguirlo por sí mismo, sin poder
esperar nada de nadie. Progresivamente, irá integrando en su conciencia la idea
de que las personas que lo rodean son sólo medios para conseguir sus fines y
preferirá utilizar a los demás antes de que ellos tengan la oportunidad de
hacerlo con él”.
Sentimiento de inferioridad
De todos modos, los psicólogos han
constatado que las personas con esta actitud suelen tener una mentalidad
infantil, grandes dosis de debilidad y un sentimiento de inferioridad. Según
mantiene María Dueñas, “también se puede dar el caso de egoísmos parciales.
Ante circunstancias adversas podemos desarrollarlo en distintas facetas de
nuestra vida. Por ejemplo, en el plano afectivo, por un problema de abandono de
pareja o en el laboral, por haber sufrido situaciones de estrés o de
competitividad.
Sin embargo, quien mantiene este
comportamiento suele hacerlo en lo trivial y en lo fundamental; a corto y largo
plazo y en todas las dimensiones vitales”.
El peso de la sociedad
Por otra parte, hay quien piensa que la
sociedad actual fomenta esta conducta. Sin embargo, para Inés Alberdi,
catedrática de Sociología de la Universidad Complutense
de Madrid, “ahora existen en nuestro país sistemas más generosos desde el
punto de vista social –el sanitario, educativo, de pensiones…– que antes de los
años sesenta. Y, en cuanto a las relaciones sociales, que primen los solteros o
las parejas sin hijos no quiere decir que manden los intereses personales. Al
contrario, puede responder a una actitud más responsable y seria ante las
circunstancias que rodean a los jóvenes, mientras que tener hijos para cubrir
una dimensión afectiva podría resultar un tanto egoísta. Además, ha cambiado la
forma de búsqueda de la felicidad: antes se hacía a través del matrimonio y
ahora se valora más la independencia”.
Fuente:Yolanda Colías -
NVA
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